jueves, 11 de junio de 2009

El Hombre de la bolsa


Con la edad que tengo creí haber experimentado todas las variantes de despertar confundido o desubicado espacial o temporalmente. Pero cuando golpee mi cara contra el vidrio de la ventanilla luego de la maniobra por esquivar algo indeterminado, luego de la puteada del chofer del colectivo y las quejas del pasaje comprendí que o bien había soñado haberme acostado en mi cama o estaba soñando lo del colectivo, o ninguna de las dos cosas. Sin darme tiempo a reaccionar, el conductor me indico el lugar donde debía bajar, siendo que yo no recordaba haberle pedido indicación. Con la vergüenza propia del desorientado me baje sin chistar. El vehículo desapareció entre la tierra levantada llevando con el él camino, y todo lo que creí ver dejándome en medio de un predio ralo de matas que descendía levemente hacia un lado. Esa predilección del camino descendente y cómodo es la madre de dolorosos repechajes pensé, y, por supuesto, caminé ese rumbo.
En un momento dado se abrió ante mí una subsecuente hondonada repleta de bolsas camiseta, de esas que dan en los supermercados, estaban como infladas, no las movía el viento y ninguna otra cosa alteraba su particular monocromía. Me acerqué y noté casi imperceptibles vibraciones.
Me abrí paso con mis piernas como cuando entramos al mar y al tercer paso alguien dijo: "Gracias flaco, hace mil que tenía al lado a la bruja de mi mujer, gracias". Enmudecí, otra voz sonó " Hay que ser pelotudo"; y otra "Dejalo en paz, amargo" y otra más y otra y se transformó todo en un ensordecedor aquelarre de vivas y denuestos, hasta que una voz tronó por sobre ellas "Silencio!" y callaron.
Un viejecito de aspecto frágil se acercó, me sonrió y abrió hacia mí en sus brazos fraternales la boca de la bolsa.